domingo, 31 de octubre de 2010

Extrañitis aguda

Ya van varios meses que estoy afuera.

Y extraño. Extraño la milonga. Extraño La Viruta. Extraño llegar y dar un pantallazo general a la pista y a las mesas para ver quién está y quién no.

Extraño llegar un domingo entusiasmadísima con bailarme la vida y que el salón esté vacío, extraño esa sensación de desilusión, de decepción, que poco a poco da paso a la alegría de ver que el único problema era que había llegado demasiado temprano, también, ¿a quién se le ocurre llegar a la Viru un domingo antes de las 2 de la mañana? pregunto yo, alegría de ver que la pista se va llenando de manera imperceptible, hasta que uno se termina quejando de que esté tan repleta que no se puede bailar.

Extraño llegar un sábado a la noche a las 3 y media de la mañana, cuando las puertas se abren y la entrada es gratis, y constatar que la pista es un caos de gente y no se puede meter un alfiler. Me encanta escuchar quejarse a la gente: "En la Viru no podés bailar, ¿no ves? Eso es un boliche, no una milonga", esa misma gente que estuvo esperando media hora en el frío a que abrieran las puertas para poder terminar la noche en la Viru después de milonguear en La Baldosa o Sunderland.

Extraño decir que no cuando me invitan y que mis amigos vayan contando la cantidad de sartenazos que propiné durante la noche.
Extraño decir que sí y perderme en un abrazo perfecto.

Extraño que me saque ese bailarín, y extraño la frustración de que no me haya sacado nadie en toda la noche. Y extraño que mis amigos me digan que es el destino que se venga, por haber dicho yo que no a otros.

Extraño las miradas asesinas de Juan, "EL" mozo de la Viru, cuando uno le repite por tercera vez: "Juancito, ¿te acordás de mi cortado?", tratando de no enojarlo.

Extraño el ritual de la llegada de las medialunas gordas, mantecosas, mullidas, a las 4 de la mañana, los viernes y los sábados, para ayudarnos a aguantar hasta las 6. Extraño que mis amigos me coloquen el plato sobre la taza del café con leche que llega cuando estoy bailando, para que no se enfríe, y luego estar esperando media hora a que se enfríe porque no me gusta el café demasiado caliente.

Extraño las luces azules para el penúltimo tema, extraño pensar: "¿Ya termina? Si apenas son las 5 y 55...". Extraño los gritos de los habitués cuando se apagan las luces por completo, antes de que empiece La Cumparsita, el último tema, cuando la pista está colmada de parejas que quieren bailar hasta el último suspiro de la música: "Dale, ¡aprovechá!", "¡Ese es tu momento!", "Vamos, chicos, ¡ahora o nunca!"

Extraño no darme cuenta de que las luces blancas se prendieron todas de golpe, encegueciendo a la gente luego de la oscuridad total, porque bailo con los ojos cerrados y estoy tan metida en el abrazo que me olvido de lo que ocurre a mi alrededor.

Y extraño abrir los ojos y constatar que pasé de un mundo de tinieblas a otro de luminosidad en la que los vampiros que somos no sabemos bien qué hacer.

Extraño el momento en que el tango se transforma en cumbia, en salsa, o lo que sea, para un alegre baile de despedida, mientras hombres y mujeres van cambiando sus zapatos, poniendo sus abrigos, yendo a saludar a ése al que no vimos en toda la noche o anotando discretamente un número de teléfono, debajo de la cruda luz blanca en la que descubrimos el verdadero rostro de la gente luego de una noche de maquillaje y protectora penumbra.

Extraño cuando el maestro del lugar, Horacio PBT Godoy, al apagar la computadora, hace invariablemente el mismo chiste: "¡Y van los últimos acordes milongueros!", antes del sonido de Windows que se cierra.

Extraño cuando los mozos van sacando los manteles de las mesas con un golpe violento y seco, haciendo volar botellas de plástico vacías, servilletas de papel usadas y lo que se encuentre sobre la mesa en ese momento, mientras la gente alarga infinitamente el momento de la salida.

Extraño ir luego a Tomato o a la Shell a tomar un último café, comer una última medialuna, todos en banda, para una especie de after hour a las 7 de la mañana, y extraño cuando, ya en verano, el sol está tan alto en el cielo que hay que ponerse anteojos protectores.

Extraño al tango, sí, claro, extraño bailar, extraño el abrazo, pero cuando lo pienso, lo que más extraño, son esos rituales que se repiten todas las semanas, con mayor o menor intensidad, y nos hacen sentir que el mundo es seguro y acogedor. Extraño a la gente que me rodea, que siempre está, que le da sabor y color a la vida de la milonga. 

En fin: extraño a mis amigos.

martes, 26 de octubre de 2010

Noelia Hurtado y Pablo Rodríguez

Tienen 22 y 26 años. Hace cuatro años, en el 2006, ganaron el Campeonato Metropolitano de Tango de Buenos Aires en la categoría Tango Salón.

Pablo Rodríguez empezó a bailar a los 19 años. Noelia Hurtado, a los 12. Ambos se conocieron en Sunderland, siendo sus maestros Carlos Pérez y Rosa Forte, como fue el caso de muchos de los que ganaron los diversos campeonatos de tango en los últimos años (ya hablaré de él en otra entrada).

Para mí, representan un poco una transición entre el tango tradicional y el tango nuevo. Crearon su propio estilo, muy reconocible, con una cadencia muy especial.