Muchas veces, el tiempo que existe entre un tango y otro sirve para la conversación, conocer a la pareja o el chamuyo directo.
¿Cómo te llamás? ¿De dónde sos? ¿Venís a menudo por acá? Nunca te había visto antes. Qué lindo que bailás. ¿Dónde aprendiste? Yo soy profesor, ahora te doy mi tarjeta. ¿Hace sólo un año que bailás? Nena, tenés un gran futuro en el tango, si tomás clases conmigo. ¿No querés hacer una gira conmigo? ¿Qué te parece si luego vamos a desayunar juntos?
Etc. etc. etc.
La otra noche, sin embargo, me tocó bailar con alguien con quién no intercambié ni una palabra. Me sacó cabeceando. Ni bien me coloqué en la pista, me abrazó y empezamos a bailar, sin decir nada. Entre tango y tango, apenas nos mirábamos. Bailar con él no era ni fu ni fa. Ne le pregunté su nombre, no me preguntó el mío. Terminaba un tango, rompíamos el abrazo, y apenas tres segundos después, nos volvíamos a abrazar, de manera casi automática.
Durante 10 minutos, mi cuerpo estuvo completamente pegado al de otro, nuestras piernas se entrelazaban como en una metáfora sexual (¿qué otra cosa es el tango sino una metáfora sexual?); sentí su respiración, sus olores corporales, su perfume; su sudor se mezcló con el mío, pero no conozco ni su nombre, ni su nacionalidad, ni siquiera el sonido de su voz, porque el "gracias" final fue más otro cabeceo, como respondiendo al primero, que otra cosa.
Y pensé que el tango tiene esos momentos insólitos, en que nos abandonamos completamente contra al cuerpo de otra persona, anónima y desconocida, y que lo seguirá siendo después de compartir esos 10 minutos de total y absoluta intimidad.
Es probable que nunca lo vuelva a ver. Es más, ya me olvidé de su rostro. No importa. El tango permitió, por unos instantes, conectarme con otra persona, aun sin palabras. Esto es lo que vale.
.